Posteado por: mma06085 | 18/02/2009

El bosque de los símbolos

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Sobre el paisaje que mira desde la otra orilla del Guadalquivir ese viajero inventado y futuro en que uno mismo se convierte al buscar por los libros la memoria antigua de Córdoba, sobre los torreones de la muralla y las azoteas del alcázar, donde tal vez el sol hiere las cristaleras del mirador de Abd al-Rahman II, el recién llegado que se acerca al puente por el camino que atraviesa el cementerio de la Saqunda distingue a lo lejos una torre más alta que ninguna otra, con hileras de ventanas de triples arcos y una cúpula calada y reluciente de policromías, coronada no por un campanario ni por la estatua de un ángel que sostiene una espada, sino por una forma imprecisa que brilla en la lejanía con fulgores metálicos. Pero el viajero, que tal vez es uno de esos sabios errantes del Islam que ha peregrinado a La Meca para descubrir libros y maestros y vuelve a al-Ándalus vencido por la fatiga del viaje y serenado por el conocimiento, ya sabe que lo que está viendo es el alminar de la mezquita mayor de Córdoba, reconstruido por orden del califa Abd al-Rahman III y culminado por varias esferas de metal, que son cinco según algunos autores y tres según otros, y sobre las cuales se eleva una azucena hexagonal esculpida en hierro o en plata maciza. El viajero, familiarizado con las traducciones árabes de Platón, que ha leído en Oriente, sabe que la forma esférica constituye la máxima belleza que es dado conocer a la mirada de los hombres, superior incluso a la del cubo y a la del hexaedro, y que el oro y la plata en la que han sido fundidas las de la mezquita de Córdoba no son los metales de la vanidad, sino los símbolos de la más perfecta materia, pues el plomo más bajo puede volverse oro mediante la ascesis de la alquimia, igual que el alma del creyente, depurada por la fe, asciende del barro de la condición humana hasta el deslumbramiento de Dios.

Para el musulmán de ese tiempo, todas las cosas son vestigio Dei, símbolos de la presencia y de la voluntad divinas: la luz metálica que brilla sobre el alminar le recuerda que Dios, según el Corán, es la luz del cielo y de la tierra. Alminar —al manara— significa literalmente en árabe «el lugar de la luz»: también es el lugar desde el que se extiende la Palabra, que ilumina el alma igual que la luz desvanece la sombra. Pero el viajero todavía está lejos y no acaba de distinguir si son granadas o manzanas las esferas bruñidas por la claridad del sol. Son manzanas —fruta del Paraíso—, según al-Himyari, que contó cinco, tres de oro y dos de plata, Al-Idrisi dice que eran tres las esferas, y que tenían forma de granadas, y que la azucena final era de oro puro. Cada una de ellas pesaba un quintal, y su circunferencia era de tres codos y medio. Treinta y cuatro metros es la altura del alminar. Dos escaleras simétricas de ciento siete peldaños cada una caben dentro de él: por una suben los muecines que llaman a la oración, y bajan por la otra. Son dieciséis los que se turnan en la cámara más alta, y dos los que velan durante toda la noche esperando la hora exacta de convocar a los fieles; oyen los cangilones de las norias que giran perpetuamente en las orillas del Guadalquivir, ven debajo de ellos la negrura indistinta de las calles de Córdoba y de la llanura y el brillo inquieto y silencioso del agua y la curva del río, las antorchas de los guardianes sobre la muralla, las luces de las almunias donde la música y las carcajadas duran hasta el amanecer.

Si una cúpula es el símbolo de la belleza divina, el alminar lo es de la divina majestad: su alto perfil contrasta con la línea de los tejados igual que en la escritura cúfica las letras verticales se elevan en ángulo recto sobre las horizontales, Cuarenta y tres días estuvieron cavando los albañiles antes de establecer los cimientos del alminar de Córdoba: sólo dejaron de ahondar cuando en la oscuridad del pozo rezumó el agua del Guadalquivir, Abd al-Rahman III lo ha erigido no para que su nombre sea recordado por las generaciones futuras, sino para esgrimir un mérito que después de la muerte le asegure el derecho al Paraíso. Al obrar así imita a casi todos sus antecesores, al primero de todos, el Inmigrado, de quien viene su nombre, que mandó construir las primeras once naves de la mezquita, y al ascético Hisharn, que edificó el primer alminar, y a Ahd al-Rahman II, que agregó ochenta columnas a las ciento diez del santuario primitivo, permitiendo así que cupieran en él diecisiete mil fieles, porque Córdoba crecía tan velozmente que siempre faltaba espacio para reunir a los musulmanes a la hora sagrada del mediodía del viernes: su número es tan incalculable como el de las columnas y los arcos bajo los que se humillan al rezar, como el de la descendencia que Dios prometió a Abraham, constructor de la primera mezquita y santuario del mundo, la Kaaba.

«Una alta muralla la rodeaba, corno fortaleza de la fe —contaría nuestro viajero—: veinte puertas daban paso al amurallado recinto». Por cualquiera de ellas entraría al patio, donde los fieles conversaban bajo los soportales o se aliviaban del calor y del agobio de los callejones de Córdoba a la sombra de los árboles, y en cuya fuente de agua fría se lavaban las manos y los pies para purificarse. Al-Hakam II, el califa que se permitió el deleite de poseer todos los libros que un hombre culto de su tiempo pudiera desear, hizo conducir hasta el patío de la mezquita las cañerías de plomo que llevaban el agua a las estancias del alcázar desde la sierra próxima, gesto que le ganó la gratitud de los musulmanes y el elogio entusiasmado y probablemente venal de un literato cortesano: «Has roto los flancos de la tierra para, encontrar raudales de agua, la más pura, que llevas al templo, tanto para purificar los cuerpos cuando están sucios corrió para dar de beber a los hombres cuando están sedientos». Pero también mandó construir al-Hakam II una casa de reposo junto a la mezquita para que los viajeros y los mendigos descansaran en ella, y escuelas donde aprendiesen a leer los hijos de los pobres que no podían permitirse pagar ni el mísero sueldo de un maestro: «El atrio del gran templo tiene una corona de escuelas destinadas a los huérfanos y a los menesterosos de Córdoba», escribía un cronista, que también dio noticia de los trescientos veinte quintales de teselas vidriadas que el emperador Nicéforo Focas envió desde Bizancio al califa de Córdoba para cubrir de mosaicos con vegetaciones geométricas el muro del mihrab. A la sombra del patio, o junto a cualquier columna de las naves, el cadí administra justicia sentado en el suelo corno un beduino y los maestros viajeros asombran a sus discípulos recitando en voz alta los libros que han aprendido de memoria. Salvo a mediodía del viernes, cuando la oración es obligatoria y unánime, la mezquita suele ser una encrucijada tan azarosa y abierta como una plaza pública. Uno puede caminar sin propósito y perderse voluntariamente entre las arcadas o arrodillarse descalzo sobre las esteras que protegen el suelo sagrado, que no es de mármol, como ahora, sino de tierra apisonada y desnuda, La luz del patio gradualmente se desvanece en penumbra, igual que el sonido de las voces murmurando oraciones se amortigua en la distancia, y el efecto óptico de las columnas es el mismo que el de las palmeras y los naranjos.

Mil años después, el recién llegado que viene de otro mundo, de otro idioma y de otra memoria, conserva intacto el sentimiento del prodigio. La mezquita mayor de Córdoba, única superviviente no sólo de las más de seiscientas que tuvo la ciudad, sino también de todas las maravillas de la arquitectura que celebraron los viajeros en el siglo X, y de las que ya no queda nada, es el reino de la pura extensión vacía, de ese misterio que Lezarna Lima llamó la cantidad hechizada. La mezquita de Córdoba es un lugar abstracto, un ámbito despejado de todo lo que no sea número y desnuda horizontalidad, un itinerario de penumbra y columnas de una selva durante más de doscientos años para sufrir luego la tala violenta de los conquistadores y sobrevivir por casualidad o milagro hasta el final de otro milenio.

El enigma de la mezquita es el del vacío transmutado en imperiosa presencia, el de la singularidad absoluta y la repetición inflexible. La mirada percibe en ella una serena iluminación que al cabo de una hora de caminar por los túneles de columnas y arcos se contamina de un poderoso sentimiento de vértigo, y entonces uno se acuerda de los laberintos numerales y de los juegos de pasos y círculos de la infancia, y también, de pronto, de esa tumba china en la que encontraron las seis mil estatuas de un ejército de piedra, que parecen exactamente iguales, pero cuyos rostros no se repiten nunca: tampoco se repiten las nervaduras en apariencias idénticas de las hojas de un árbol, ni los dibujos de los cristales de hielo, y cada columna de la mezquita de Córdoba es tan igual a las otras y tan distinta de cualquiera de ellas como lo son las caras singulares de una multitud. El arte del Islam, que condena con horror la imitación de la naturaleza, desvela aquí su más valioso secreto: cada cosa común al mismo tiempo es irrepetible, y el azar está regido por leyes matemáticas, del mismo modo que el desorden de la vida esconde los designios inmutables de Dios. «La mezquita, en sí misma —escribe Seyyed Hossein Nasr—, es la recreación y capitulación del orden, la armonía y la paz de la naturaleza, elegida por Dios corno lugar de culto para los musulmanes: la quietud del espacio refleja la presencia pacificadora de la palabra divina que resuena en él, mientras que su división rítmica mediante los arcos y las columnas es la correspondencia con los ritmos que puntúan las fases de la vida del hombre y del Universo, pues ambas provienen de Dios y regresan a él».

Pero ya no es posible deleitarse con plenitud y perderse sin remedio en la mezquita de Córdoba: la delictiva catedral incrustada en ella desfigura y oscurece irreparablemente su espacio y abunda en la peor escoria de las imaginerías barrocas, corno si el único propósito de quienes la construyeron hubiera sido escarnecer la convicción islámica de que la divinidad no puede ser representada sin sacrilegio. Se atribuye al Profeta la afirmación de que los ángeles no entrarán en una casa en la que haya ídolos, campanas o perros. El día del Juicio Final, Dios convocará ante él a los que las esculpieron o pintaron imágenes y los desafiará a que les infundan vida: no podrán, y el Infierno será el castigo de su atrevimiento y su impotencia. El pensamiento islámico no consiente la reducción de lo más alto a lo más bajo, de lo intelectual a lo material o de lo sagrado a lo profano, y por eso a los hombres no les está permitido degradar la creación divina imitando en pintura o en piedra a sus criaturas, y menos aún favorecer la idolatría con estatuas de los profetas y los santos, corno hacen los cristianos, Si la mirada humana no puede percibir a Dios, si el mundo visible no es más que simulacro y apariencia, hace falta despojarse de todo vínculo con el universo material para descubrir el orden secreto que alienta bajo su confusión, cifrado en la palabra y en el número, en la escritura y la geometría: la palabra, de Dios escrita en el Corán y en los muros de la mezquita, los números que determinan y explican no sólo la forma de los edificios, sino también los sonidos de la música y la arquitectura del cielo y de las constelaciones.

Sobre el espacio en blanco se proyectan las figuras geométricas —la mezquita de Córdoba es tan abstracta corno una pintura de Piet Mondrian— y en él resalta la soberanía de la palabra escrita, sombra de la palabra de Dios. Sólo el vacío y el silencio permiten sugerir la presencia de lo que no puede ser representado: para los judíos, ni siquiera el nombre de Dios se debe pronunciar; en el budismo primitivo, un trono vacío y una sombrilla bajo la que no hay nadie aluden y designan invisiblemente a Buda; el lugar más sagrado de la mezquita de Córdoba es el mihrab, pero en su interior no hay absolutamente nada. Las capillas de la catedral almacenan una polvorienta aglomeración de cristos y santos gesticuladores y angelotes obesos: la sensación de lo sagrado se afirma en el mihrab mediante la pura forma del espacio desierto, recordándonos aquel dictamen taoísta según el cual en una jarra importa el vacío interior más que la arcilla modelada y una rueda no es tanto sus radios como el aire que circula entre ellos.

Al ingresar en la mezquita pisamos de pronto otros mundos y miramos con nostalgia y temor los últimos signos tangibles de un gran naufragio olvidado, el de Córdoba, el de sus calles y sus alcázares y sus bibliotecas, una escoria de citas perdidas en la literatura y de columnas y piedras trabajosamente catalogadas para nadie por los arqueólogos, La mezquita, como la Alhambra, nos parece al mismo tiempo inmutable y precaria, edificada para siempre pero también muy frágil, como si quienes la construyeron hubieran tenido en cuenta la fugacidad de todo propósito de perduración. «Ves los montes y crees que son inamovibles, y sin embargo pasarán como las nubes», dice el Corán. Incluso reducidos a escombros, un palacio o un templo romano nos sugieren una voluntad de permanecer durante siglos: en el panteón de Agripa, en las termas de Caracalla, en cualquier acueducto o puente levantados por Roma, advertirnos una intención de eternidad, la certidumbre de que algunas cosas merecen durar más que las generaciones humanas. En cambio, la mezquita o la Alhambra nos parecen lugares provisionales, construidos en poco tiempo y con una cierta negligencia, con materiales falsos o prestados, como de derribo: adobe, yeso pintado, muros translúcidos de celosías, columnas demasiado gráciles para sostener peso y arcos que parecen abrirse ingrávidamente en el aire, arquitecturas disimuladas en la oscuridad o repetidas en la lejanía y en el temblor del agua. Un edificio romano desafía al tiempo y mide con él su fortaleza, y también con la desidia de los hombres y con su gusto por ­la destrucción. La mezquita y la Alhambra parecen solicitar indulgencia por mantenerse en pie y agradecer a la casualidad que no hayan sido derribadas, igual que un enfermo de salud quebradiza agradece cada nuevo día de su vida.

Dice don Emilio García Gómez que la veneración de las ruinas es un sentimiento desconocido en el Islam, pero ninguna otra civilización ha sido más fértil en ellas ni ha levantado edificios y ciudades enteras más velozmente destinadas a la destrucción. La primera Bagdad, la ciudad platónica de murallas circulares y calles que confluían en su centro exacto como los radios de una circunferencia, fue levantada en el desierto con la misma perfección y casi tan rápidamente corno un compás dibuja, un círculo sobre el papel en blanco, pero duró menos de un siglo, y hoy no es nada más que una llanura de escombros desfigurados por la arena. Madinat al-Zahra, la ciudad blanca de Abd al-Rahman III, fue construida en diez años y asolada para siempre al cabo de cincuenta. Pero ya escribió Ibn Jaldún en el siglo XIV, cuando la gloria de Córdoba había perecido y Granada era la capital de un reino débil y asediado, que los árabes no saben culminar obras duraderas, tal vez por delicadeza o por humildad, porque los primeros musulmanes, nómadas del desierto de Arabia, habían dictaminado que la construcción de altivos edificios era un acto de soberbia desagradable a Dios.

En rigor, la palabra masyid, de donde viene la española mezquita, no designa un templo, sino el abstracto lugar donde uno se prosterna, o donde los profetas conocieron la revelación. Para Ibn Jaldún, sólo tres santuarios del Islam merecen el nombre de masyid; el de La Meca, que fundó Adán y fue arrasado por el diluvio y reconstruido luego por Abraham, padre de los árabes, el de Jerusalén, erigido sobre el templo de Salomón, y en el que se venera la roca donde estuvo a punto de ser sacrificado Isaac, la misma desde la que fue levantado Mahoma al emprender su viaje nocturno por las esferas del cielo, que le llevó ante la presencia de Dios; y el de Medina, el último, pero no el menos sagrado, porque fue allí donde se refugió el Profeta y donde tuvo su comienzo la nueva era de los musulmanes, Pero, a diferencia de la iglesia cristiana y del tabernáculo judío, la mezquita no es la casa de Dios, la arquitectura necesaria donde se manifiesta su presencia. Cualquier lugar en cualquier parte puede ser una mezquita; «Allí donde te sorprenda la hora de la plegaria debes pronunciar la oración y aquello se convertirá en una mezquita». En mitad del desierto, el musulmán hinca una lanza o una estaca en el suelo para averiguar la dirección de La Meca, se purifica con agua o con arena, se arrodilla sobre una estera, para aislarse de la tierra, y el breve espacio que ocupa es el templo de Dios y el centro del Universo.

La indeterminada llanura no difiere de la horizontalidad interior de la mezquita. Dice Hossain Masr que al entrar en ella el musulmán vuelve al seno de la naturaleza, «no externamente, sino a través del nexo interior que vincula la mezquita con los principios y ritmos de la naturaleza e integra su espacio en el espacio sagrado de la creación primordial». El suelo que pisa con sus pies descalzos y toca con su frente y con las palmas de sus manos es la tierra inviolada de los días inaugurales del mundo. Lo que importa no es la rígida arquitectura ni el lujo de los mosaicos y de las lámparas de plata y de bronce, sino la amplitud vacía del suelo purificado y la palabra, que es tan invisible y tan tenue como el aliento de la vida, y que también es eterna, porque antes de crear el mundo Dios creó la escritura y los versículos del Corán, uno de los cuales declara que las estatuas, el vino y los juegos de adivinación son abominables.

El Islam es una religión de nómadas que vivían en tiendas de pieles y no poseían más tesoros que los de una arcaica literatura oral: no es extraño que venerasen las palabras y que cultivaran sobre todas las artes la escritura y la memoria. «La caligrafía es la geometría del espíritu», dice un místico sufí. Quien cuenta una tradición sobre la vida del Profeta se remonta uno por uno a todos los que la escucharon y la repitieron hasta llegar a aquel que la conoció de labios de Mahoma. Los historiadores procuran siempre restablecer la cadena de testigos que garantizan la fidelidad de un relato; hay una incesante multiplicación de voces que recuerdan a otras, que repiten palabras dichas o escritas hace siglos, gastadas de tanto repetirse y al mismo tiempo indelebles como el perfil de una moneda. Los libros son raros objetos muy difíciles de conseguir, y copiarlos es una tarea lentísima, pero es frecuente que un sabio haya aprendido de memoria los libros que más le importan, y que sólo mediante su voz los pueda transmitir a sus discípulos. Ziryab el bagdadí sabía de memoria más de diez mil canciones, y Abd al-Rahman II podía repetir sin omisión ni error cada uno de los versículos del Corán. Los hombres libro de Ray Bradbury no son una invención futurista, sino una cofradía dispersa por el Islam medieval. Más que al exótico papel y al pergamino y al papiro, los hombres confiaban a la memoria la perduración de la escritura y de los hechos del pasado. El mundo era una torpe alegoría de la eternidad, y la vida y los actos visibles se parecían a aquella simulación oscura de la caverna platónica: si cualquier hombre que mereciera salvarse imitaba la vida del Profeta, si la guerra santa era una repetición de las guerras que él debió librar para imponer las palabras de Dios, cualquier mezquita había de ser la sombra de un primer arquetipo, el de la casa de Medina donde se reunían con él sus primeros fieles.

Se dice que las columnas y los arcos de la mezquita de Córdoba recuerdan un bosque de palmeras; las voces sucesivas de la tradición contaban que la casa del Profeta en Medina tenía una gran sala de oración sostenida por troncos de palmera y techada con barro y palmas; junto a ella había un patio rectangular, y el edificio entero estaba rodeado por una cerca defensiva de tres metros y medio de alto y tenía la forma exacta de un cuadrado, figura que según los teólogos adeptos al pitagorismo es una de las más bellas de la geometría, porque está hecha con dos triángulos iguales y constituye el elemento generador del cubo, que es uno de los cinco cuerpos cuya perfección expresa la inteligencia divina, de modo que no es casual que la Kaaba, el monolito sagrado de los musulmanes, sea una piedra cúbica. Pero la mezquita, como la casa del Profeta, no es sólo un lugar de oración, sino también el espacio donde la comunidad guarda su tesoro y se encuentra, para reconocerse y afirmarse contra los infieles y los enemigos. Tiene sólidos muros exteriores porque es la fortaleza del Islam, y su gran patio equivale a las plazas públicas de las ciudades mediterráneas. La oración, que se repite cinco veces al día, es un acto íntimo que vincula al creyente con Dios sin mediación de nadie, pero el viernes a mediodía se celebra obligatoriamente en común y en la mezquita mayor, y la dirige el imán, que al principio fue el mismo Mahoma y luego el califa o su delegado. En la mezquita se guarda el ejemplar del Libro Santo, que es leído durante la oración. El que había en la de Córdoba era tan pesado que hacían falta dos hombres para alzarlo, y tenía cuatro páginas escritas por el califa Otmán, que fue el tercero de los sucesores de Mahoma, y que se pinchó ligeramente un dedo mientras escribía: las manchas de unas gotas de su sangre eran todavía visibles en el manuscrito, que se guardaba, dice una crónica, «en un estuche enriquecido con los adornos más delicados y extraordinarios; lo sacaban del tesoro los viernes, y se colocaba en el pupitre que le estaba reservado en el oratorio, y después que el imán lo había leído se restituía al tesoro». Para orar, el creyente ha de inclinarse en dirección a La Meca; el nómada del desierto, que carece de puntos de referencia permanentes, gracias a la orientación deduce el orden del mundo y sus caminos invisibles. Las naves entrecruzadas de la mezquita de Córdoba se despliegan radialmente hacia cualquier punto cardinal, pero la posición en que se arrodillaban los fieles hacía que las miradas y las hileras iguales de columnas confluyeran en el muro sur, el de la qibla, que designaba entre el dédalo de todos los caminos posibles el único que conducía a La Meca. Es allí, en la pared de la qibla, donde se abre el nicho vacío de mihrab, su oquedad sagrada como la de una cueva primitiva en la que resuena la voz del imán igual que la palabra divina encuentra su resonancia más íntima en el corazón de cada hombre, y junto a él hay un púlpito de maderas labrada, el mimbar, al que sube el imán para dirigir los rezos, leer el Corán y pronunciar la jutba, un sermón que no es únicamente religioso: puede ser un discurso político o una arenga en favor de la guerra santa, o la proclamación de un nuevo emir, porque el Islam es una teocracia en la que no existen diferencias entre la vida civil y la religión, Desde el mimbar de la mezquita de Córdoba fue anunciado el emirato de Abd al-Rahman I, y cuando uno de sus descendientes, el tercero de su nombre, decidió reclamar para sí el título de califa, eligió los mimbares de todas las mezquitas de al-Andalus para anunciarlo públicamente, En la de Córdoba se bendecían las banderas de los ejércitos que iban a partir hacia la guerra, y en sus muros se colgaban como trofeos las de los cristianos derrotados.

Al principio, en los tiempos del Profeta y de los primeros califas, el mimbar era un simple estrado con unos pocos escalones, y el imán no estaba separado de los fieles. Dice Ibn Jaldún que el primer rnimbar lo mandó construir, en la mezquita de El Cairo, el gobernador de Egipto Amr ibn al-Ass, y que el califa Omar, al tener noticia de esa ostentación, que consideraba una herejía, le ordenó derribarlo: «He sabido que te sirves de un pulpito mediante el cual te elevas sobre las cabezas de los verdaderos creyentes. ¿No te basta permanecer de pie, en el suelo, y tenerlos detrás de tus talones? ¡Rómpelo, te lo mando!». Pero a medida que crecía el poder del Islam y la arrogancia de sus príncipes, los mimbares fueron haciéndose más lujosos y más altos, y los cubrieron con cúpulas, como los tronos de los monarcas orientales, y los labraron en maderas preciosas con incrustaciones de marfil y de oro: el de al-Hakam II estaba hecho de ébano, de sándalo rojo y de áloe, costó treinta mil setecientos cinco dinares y se tardaron cinco años en terminarlo.

En torno al mimbar y al rnihrab se levantaba la maqsura, una especie de verja de madera o de hierro que separaba al emir del común de los fieles y en ocasiones lo defendía de su ira en tiempos de rebelión: el califa Omar había sido asesinado mientras oraba en la mezquita de Medina—igual que Abd al-Aziz, hijo de Musa, en la ele Sevilla— y a Otmán lo lapidaron sin miramiento en un mimbar. «La creación de la maqsura —escribe Ibn Jaldún con su desconfiada lucidez para juzgar la soberbia de los poderosos y vaticinar su castigo— data de la época en que el imperio cobra todo su vigor y el lujo alcanza desarrollo, igual que las demás manifestaciones que contribuyen a la ostentación de la soberanía.» En Córdoba fue el emir Muhammad, hijo de Abd al-Rahman II, quien ordenó erigir la primera maqsura, y su descendiente Abd Allah llevó al límite el creciente recelo de los emires hacia sus súbditos al hacerse construir un pasadizo secreto que le permitía cruzar desde el alcázar hasta la mezquita sin que lo viera nadie. Aparecería sobre la multitud como venido de ninguna parte, inaccesible, sentado bajo la cúpula de mimbar junto a un Corán abierto y una espada, aislado de la penumbra por las llamas innumerables de una lámpara de plata cuyos brazos se abrían tan poderosamente hacia lo alto como las ramas de un gran árbol.

Pero ya no podernos saber cómo brillaba la luz en la mezquita de Córdoba. Igual que esos cuadros del Renacimiento que nos parecen tenebristas porque el humo de las velas y el lento óxido del tiempo han ensombrecido su primitiva diafanidad, las naves de la mezquita son ahora mucho más oscuras que hace nueve o diez siglos; el bloque obtuso de la catedral interrumpe las perspectivas cambiantes y el tránsito de la luz, y las arcadas que dan al patio, abiertas en el tiempo de los musulmanes, están ahora tapiadas. Nuestro viajero inventado se adentraría entonces en una claridad y en un espacio que nosotros no vemos. La luz del sol fluía sin obstáculo y traspasaba los muros abiertos y las celosías porque era el símbolo de la luz divina, que penetra en lo más oculto, en la inteligencia y en el corazón de los hombres. La celosía es un muro que se vuelve transparente para rendirse a la luz: la mezquita se abre a ella, y su arquitectura parece construida no con materiales firmes, sino con modulaciones de la luz y la sombra, que exaltan o entibian el color de las dovelas rojas de los arcos, que multiplican la hondura de las naves y el número de las columnas y hacen que nos ciegue el oro de los mosaicos o que se vaya enfriando al atardecer con la lentitud de un ascua que se apaga, «Las obras maestras de la arquitectura islámica son como cristalizaciones de la luz —dice Hossain Nasr—; límpidas y lúcidas, iluminadas e iluminadoras».

Ni siquiera cuando llega la noche decrece la claridad en la mezquita. Ibn Adhari contó 280 lámparas en ella, hechas en vidrio, de plata, de cobre, de bronce. Algunas eran campanas traídas como botín de los reinos del norte. La noche del 27 del mes de Ramadán se encendían sus siete mil cuatrocientas veinticinco candilejas de aceite. Al-Idrisi cuenta que en las lámparas más grandes ardían mil llamas, y trece en las más pequeñas. Sobre la multitud ondulante de los hombres y el bosque geométrico de las columnas, el brillo de cada lengua de fuego se confundiría en un resplandor movedizo y unánime: quien miraba hacia el interior desde la oscuridad del patio veía corno un gran horno de luz desde el que le llegaba el rumor de la muchedumbre de los cuerpos y de las voces simultáneas que oraban. Las espaldas de los hombres alzándose del suelo e inclinándose de nuevo hacia él en un solo movimiento se alejaban hacia el fondo ordenadas en la misma dirección que las columnas, mirando al sur, al muro de la qibla, guiándose por él como los peregrinos que emprendían el viaje ritual a La Meca.

Hacia el sur avanza instintivamente quien entra en la mezquita de Córdoba, aunque ignore la razón de sus pasos y no perciba el camino que la arquitectura le señala, que es el de la peregrinación hacía la médula de lo sagrado, pero también el de la gradual dilatación del espacio construido durante casi tres siglos por los monarcas omeyas: varias mezquitas sucesivas se confunden en una sola sin que lleguemos a advertir dónde acaba la obra de una generación y dónde empieza la de otra, como si este edificio en el que trabajaron tantos hombres de tantas épocas diversas hubiera poseído desde su origen una secreta identidad, del mismo modo que en el interior de la semilla de donde nacerá el primer árbol de un bosque están contenidas las formas de todos sus árboles futuros. Cada uno de los pormenores singulares del espacio guarda en sí mismo el impulso de su multiplicación aritmética. La columna engendra el ritmo de los arcos que ascienden y cada uno de ellos parece tensarse para generar el arco que se abrirá sobre él y los que se prolongan simétricamente a sus costados. Los pilares afirman su verticalidad sobre los capiteles corno ramas que suben más alto para buscar la luz. Las dovelas blancas y rojas acentúan la sensación de que el espacio se repite y se expande hacia el límite siempre inalcanzable de la lejanía horizontal. La arquitectura se disuelve en perspectivas y visiones fugaces que cristaliza la luz y que inventa la mirada. Donde quiera que se sitúe, el viajero modifica el espacio al mirarlo y se convierte en eje y centro de las hileras de columnas que vienen siempre a confluir en su presencia, igual que los radios de todas las direcciones del Universo confluyen en el monolito negro de La Meca y en el creyente solitario que se prosterna ante Dios: el Universo, dice Borges, citando a Pascal, es un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. El centro de la mezquita de Córdoba es cada columna y cada hombre que deambula por ella y que se detiene a veces y se sienta en el suelo para evitar que el espacio siga fluyendo hacia el vértigo y para ver con exactitud lo que veían los musulmanes cuando se arrodillaban. Entonces, desde el suelo, todo se vuelve todavía más horizontal y más sólidamente enraizado en él, y al mismo tiempo es más honda la distancia de las perspectivas y más vigorosa la expansión vertical de los pilares y los arcos.

Tan dócil a la mirada y a la penumbra y a la luz, la materia adquiere una cualidad de espejismo y se vuelve tan inasible y a la vez tan precisa corno las líneas abstractas de la geometría. La arquitectura no es sólo la cifra del espacio: también lo es de la sucesión del tiempo y de la serena quietud de la eternidad, fraccionada en las visiones instantáneas de las pupilas de los hombres, en los latidos del pulso y en la monotonía de las gotas de agua que caen en la clepsidra. La materia es una figuración enaltecida por la luz, pero también una presencia densa y desnuda, emergida del vacío, que se nos muestra para desafiarnos a comprender el misterio de su propia creación. Igual que el creyente pisa el suelo descalzo y lo toca con las palmas de las manos, nosotros tocamos en la mezquita el mármol liso y frío, el granito, el ladrillo, la piedra, la superficie vidriada de los mosaicos, y al hacerlo sentimos en las yemas de los dedos la médula intensa de su materialidad y las leyes que designan su forma. Del mismo modo que las líneas de la escritura resaltan la extensión blanca que hay entre ellas, y que la música, cuando se termina, nos impone la percepción del silencio, la materia enuncia en torno suyo el vacío, lo modela y circunda y nos lo hace presente. Caminando hacia el sur por la nave central que lleva directamente al mihrab de al-Hakam II nos adentramos en la espesura del bosque de los símbolos, y el techo plano se alza de pronto para convertirse en una cúpula octogonal de nervios entrelazados.  Los arcos crecen y se ondulan en lóbulos cruzándose entre sí, sugiriendo otros arcos posibles que se devanan y se pierden como círculos dibujados en el agua, sin principio ni fin, corno un vértigo incesante y a la vez congelado. El espacio cuadrado que dibujan las columnas se convierte en octógono en la base de la cúpula y luego en un hemisferio cubierto de mosaicos dorados, señalando las fases de la ascensión simbólica, «el viaje del alma desde lo visible y lo audible hacia lo invisible y hacia el silencio que trasciende todo sonido»: el cuadrado es el mundo material, y por eso su forma se dibuja en el suelo, el octógono es el trono de Dios sostenido por las jerarquías de los ángeles, la cúpula es la concavidad del cielo y la presencia divina. Dice la tradición hermética que lo más bajo simboliza lo más alto; dos cuadrados que se cruzan forman el octógono; un octógono que gira velozmente ante nuestra mirada se convierte en un círculo. En La Meca, los peregrinos se mueven circularmente en torno a la Kaaba. Al alminar de la mezquita de Samarra se asciende por una escalera helicoidal. Quien alza los ojos para mirar las cúpulas de Córdoba tiene al cabo de unos instantes la sensación de girar sobre sí mismo. Si el arco de entrada del mihrab prolongara sus líneas sería un círculo inscrito en un cuadrado. En esta pared, la de la qibla, termina el itinerario material del viajero, pero no la extensión de su viaje simbólico, porque el muro que interrumpe el espacio es también la señal que indica la dirección de la ciudad sagrada. Al otro lado, hacia el sur, está el río, y más allá los campos y los caminos de al-Ándalus, el mar, las ciudades del Magrib y de Ifriqiya, el desierto de Arabia, la silueta negra de la Kaaba. El mihrab es la zona más lujosamente decorada de la mezquita porque tiene que imantar a los ojos para orientarlos en esa lejanía. George Popadopoulo, que es uno de los hombres que más saben en este mundo sobre la estética del Islam —y que mejor lo cuentan—, sostiene una estimulante teoría sobre el origen del mihrab: su forma se parece notoriamente a los nichos cubiertos con media cúpula donde se ponían en los templos romanos las estatuas de los dioses y de los emperadores divinizados, y donde los cristianos levantaron más tarde las imágenes de Cristo. Tal vez el Islam, que no consentía imágenes de M ahorna, recobró la forma del nicho para señalar el espacio de la presencia del Profeta sin incurrir en el sacrilegio de alzarle una estatua, pero haciendo evidente el lugar vacío donde podría haber estado, sugiriendo su ausencia.

La pared del mihrab se unta con perfumes en las purificaciones rituales, Un maestro griego vino de Constantinopla para decorarla y enseñó a sus discípulos cordobeses el arte del mosaico, al que llamaban en árabe fusaifisa. Durante varios años aquel hombre trabajó en el mihrab de la mezquita, y cuando se marchó de regreso a Bizancio los artesanos de Córdoba adiestrados por él concluyeron su obra, dibujando laberintos de vegetaciones abstractas y versículos del Corán con los infinitesimales cubos de pasta vidriada que había enviado al califa al-Hakam el basileus Nicéforo Focas: trescientos veinte quintales de piezas de vidrio azul, blanco, negro, amarillo, verde, púrpura, cubiertas a veces de una delgadísima lámina de oro. Con teselas doradas sobre un fondo azul están hechas las palabras de la escritura coránica que rodean la entrada del rnihrab. Las que hay en el interior, a lo largo de la base de la cúpula, están labradas en el mármol, pero su color, ya casi perdido, era también dorado, más brillante aún sobre el rojo del fondo. La luz de las lámparas heriría cegadoramente la superficie calada del mármol y el vidrio y el oro de los mosaicos, húmedos por los perfumes derramados sobre ellos. La luz y la geometría de los arabescos desintegran la impenetrabilidad del muro: «El arabesco permite al vacío entrar en el corazón de la materia, deshacer su opacidad y hacerla transparente a la luz de Dios», escribe Hossain Nasr.

Solo, de espaldas a los otros fieles, el imán está frente al mihrab cuando dirige la oración, y el interior vacío agranda el eco de su voz, que suena en toda la mezquita como si procediera de ese umbral tras el que no hay nada y donde arde una lámpara: de nuevo, como en el alminar, la palabra y la luz se identifican. El Corán dice que la luz de Dios es corno un nicho en cuyo interior hay una lámpara, y que la lámpara es un cristal, y el cristal es corno una estrella reluciente. La lámpara del mihrab de Córdoba colgaba de una cúpula en forma de concha labrada en un solo bloque de mármol y sustentada sobre un espacio octogonal. Su ámbito desnudo, donde no hay más que luz y palabras pronunciadas o escritas, sugiere la unidad y la invisibilidad de la presencia divina, tan ajena a toda materia o representación que no puede ser simbolizada sino por el absoluto vacío. El mihrab es un santuario desierto, una capilla sin imágenes, una puerta que conduce a un lugar que no es de este mundo, la gruta de las religiones más antiguas y el sanctasanctórum del templo de Salomón, donde dice el Corán que amamantaron los ángeles a la Virgen María. Arrodillado y solo frente a la entrada del mihrab, el imán sentía tal vez que la proximidad de Dios era semejante a la atracción del abismo. Lo deslumbraba la luz y el dédalo de los mosaicos y de las floraciones, y palabras de mármol hipnotizaban su mirada, y cuando alzaba la cabeza del suelo el gran arco de entrada parecía irradiar y elevarse corno el disco rojo del sol sobre el horizonte del amanecer. Pero cualquier hombre en cualquier parte puede ser un imán. No hay objetos de culto, y toda la liturgia de la oración se reduce a unos pocos gestos sumarios. La tierra entera es una sola mezquita, y no hay lugar de la naturaleza que no sea sagrado: «Hacia dondequiera que te vuelvas, allí está la cara de Dios».

Dos siglos después de la caída del califato de Córdoba, cuando los cristianos tomaron la ciudad, la mezquita fue convertida en catedral y consagrada a la Virgen, pero sólo se le agregaron unas pocas capillas que apenas modificaban su espacio interior. En el siglo XVI, el cabildo solicitó permiso al emperador Carlos I para derribar las naves centrales y elevar sobre ellas el nuevo edificio de la catedral. El emperador, que no había estado nunca en Córdoba, lo concedió, imaginando vagamente que sólo se destruiría una ruina musulmana semejante a tantas otras que aún quedaban en su reino. Sólo cuando viajó a la ciudad y vio con sus propios ojos la mezquita se arrepintió de su error, pero ya era demasiado tarde, Cuentan que dijo a los canónigos, aterrado por la destrucción de la que también él era cómplice: «Yo no sabía qué era esto, pues de haberlo sabido no habría permitido que se tocase lo antiguo, porque hacéis lo que se puede hacer y lo que hay en cualquier parte, y habéis deshecho lo que era singular en el mundo».

Antonio Muñoz Molina, Córdoba de los Omeyas (1991)


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